Incomprensible amor al fracaso.

Es cierto que hay una famosa frase, muy realista, que sostiene que “hay gustos que merecen palos…”, pero el caso argentino supera ampliamente esta afirmación. Más vale, cae en el criterio de suicidio.

¿Cómo llamar, sino, a la tozuda insistencia de recaer en los mismos errores y fracasos del pasado, como si la sola obstinación en el tema fuera garantía de obtener algún resultado distinto?

Y en este sentido, el caso de los controles de precios es, seguramente, uno de los más emblemáticos por la pertinaz acumulación, histórica, de malos resultados.

Por supuesto que los alimentos en general, y el campo en particular, figuran a la cabeza de lo que fue tradicionalmente más “controlado”, prácticamente por todos los gobiernos, civiles o militares, democráticos o de facto. Raro ejemplo de “transversalidad”, si hubiera que utilizar un término en boga en esta última década.

Lo cierto es que, a pesar de que ninguno de los intentos anteriores tuvo resultados positivos, ahora el Gobierno vuelve a la carga con el mismo tema como forma de controlar la inflación creciente, según sostienen en el propio cenáculo presidencial.

La respuesta de los productores no se hizo esperar y masivamente se expresó el rechazo. Sin embargo, no ocurre lo mismo con otros eslabones de la cadena alimentaria, industriales, comerciales, etc. que, si bien sufren las mismas contingencias que el campo a la hora de ser controlados, no parecen dispuestos a expresar su opinión negativa, al menos públicamente.

Así las cosas, hasta ahora fue imposible escuchar alguna critica de parte de la UIA de Ignacio de Mendiguren, de las Bolsas de Granos o de Comercio, de la otrora poderosa COPAL (hoy conducida por un ex laboralista de la UIA), que nuclea, justamente a las empresas alimentarias, de las organizaciones como AEA (Asociación de Empresarios Argentinos), etc.

Un extraño y pesado mutismo público, que no se condice con la verborragia privada, más acorde con el recuerdo –penoso– de las pasadas experiencias con los controles de precios.

La posición opuesta, a su vez, a la de las centrales obreras que inmediatamente criticaron la decisión oficial por inconducente.

Es que los asalariados tienen muy claro, igual que los productores, que “no se administra la pobreza”. Es necesario generar, antes, abundancia, y que los controles de precios no sirven nunca, y menos aún cuando hay escasez. En estos casos, por lo general lo único que se logra es que los productos desaparezcan (desabastecimiento), y que surjan en otro lugar o con otra marca o presentación, obviamente, a precios muy superiores (mercado negro).

Así, mientras se acentúa la erosión al poder de compra del salario, simultáneamente se demuele la rentabilidad de los productores primarios ya que, mientras el precio de su producción es controlada/acotada, no ocurre lo mismo con los valores de sus insumos y servicios, que se mueven con otra libertad.

Pero tan grave como el silencio, cómplice de muchos grupos y sectores empresarios ante la destrucción de mercados y productores, es la aparente desmemoria del propio gobierno.

Es que los fracasos anteriores a los que se alude no fueron solamente en gobiernos de hace 3, 5 o 7 décadas atrás. Fueron también durante la propia Administración Kirchner y respecto a cantidad de productos. Desde los limones a la carne, de la harina a los tomates, o desde la leche al aceite.

Que decir, por caso, del ejemplo del trigo, hoy en uno de sus pisos de producción y de área en más de 100 años, y teniendo que soportar la desaparición de más de 20.000 productores, justamente por la aplicación de políticas intervencionistas en los mercados.

Algo similar viene ocurriendo con la leche desde 2005 a la fecha. Estancada su producción en el último quinquenio, y con 8.000 tambos menos en lo que va de la década, enfrenta un congelamiento de hecho en los precios en tranquera de tambo desde hace casi 2 años (con más de 20% de inflación cada uno de ellos), mientras en las góndolas los valores al público mantuvieron la escalada más o menos constante.

Así se podría seguir con la manzana, la lechuga, el tomate, etc., pero seguramente el producto que más identifica todo el mundo, y que resulta el más emblemático del fracaso oficial, incluido el accionar del todopoderoso Secretario de Comercio Guillermo Moreno, es la carne vacuna.

Es que las sucesivas intervenciones y controles de precios (que ya habían comenzado en épocas de Roberto Lavagna) determinaron que, mientras la ganadería vacuna crecía en toda la región (Uruguay, Paraguay, Brasil, etc.), en la Argentina se perdía más de 20% del rodeo nacional, unas 11 millones de cabezas.

Esta situación, disparada después de una serie de medidas de intervención y control que terminaron directamente con el cierre del mercado de exportación en marzo de 2006, provocó uno de los mayores saltos alcistas en los precios que se tenga memoria, al alcanzar por el kilo vivo alrededor de US$ 3, a causa de la escasez de oferta. Situación que, a su vez, provocó el cierre masivo de frigoríficos, el despido de muchos empleados, el recorte de miles de horas extra y la caída del consumo a sus niveles más bajos históricos (por debajo de los 50 kilos por persona y por año), debido a los precios extraordinarios que alcanzó el producto en las góndolas.

Como en la perinola: todos perdieron, incluso el mercado internacional del que la Argentina casi desapareció hasta hoy.

Pero lo grave es que todo eso no haya servido, a la luz de los hechos actuales, absolutamente para nada, ni para aprender que no se puede administrar la escasez, y que se insista en un raro y malsano caso de enamoramiento en la aplicación de medidas fracasadas en todas las épocas, incluso en la actual.